Uno de los héroes literarios de mi lejana juventud fue Graham Greene, quien una vez confesó que se había hecho escritor solo por vengarse de un abusón del patio del colegio, llamado Carter, que lo tenía martirizado. Decidió que en todas sus novelas siempre habría un asesino, un traidor o un perdedor con este nombre. Aquel abusador lo llevó a pensar en el suicidio. De hecho, a los 16 años sus padres lo sorprendieron acariciando un Smith & Wesson, calibre 32. Graham Greene jugó a la ruleta rusa cuatro veces con seis balas. Si eso fuera cierto, según la estadística, estaría matemáticamente muerto, pero él no creía en las matemáticas. En vista del caso fue llevado al psicoanalista. El chico tumbado en el diván le explicó que tenía un sueño erótico recurrente. ”Su mujer entra en mi habitación con los pechos desnudos y yo se los beso”. El psicoanalista le preguntó: “¿Qué asocia en primer lugar con los senos de mi mujer?”. El joven Graham contestó: ”Dos vagones de metro”. El psicoanalista lo dio por curado, solo por quitárselo de encima.Más informaciónGraham Greene tuvo hasta el final su mente partida en dos, se convirtió al catolicismo solo para casarse con una católica, fue esposo infiel, espía, amante apasionado, viajero a esos lugares turbios del planeta donde había asesinos con guayabera sudada bajo los ventiladores de aspas en el techo. Siempre anduvo su literatura en el doble juego entre el amor y el odio, la compasión, el sufrimiento y la lujuria húmeda. Como buen católico se excitaba mucho con los prostíbulos. A uno de ellos en París llevó a su amante Yvonne. La dejó en la barra y él se adentró en un cubículo y después iba a misa si era domingo.Su novela El poder y la gloria, que leí a la salida de la adolescencia, me descubrió cómo funcionaba la gracia divina entre curas renegados, alcoholizados, y el valor literario tan sabroso que tenía el pecado. A Graham Greene lo llevo siempre asociado a la cantinela de la balalaica de El tercer hombre y a las cien botellas vacías de JB que guardaba como trofeos de su apartamento frente al mar de Antibes. Su muerte, acaecida en Vevey, un pueblo de Suiza donde se había retirado en compañía de su hija, sucedió como en sus novelas. Durante el funeral, a un lado del féretro estaba su primera mujer, Vivien, de 86 años; al otro lado, su amante Yvonne, de 60 años, que tampoco se había divorciado de su marido; en medio, el féretro, que tenía dos salidas, una que daba al cielo y otra al infierno.André Gide, con la máscara de Giacomo Leopardi en París.Albin Guillot (Roger Viollet via Getty Images)Otro de mis héroes que también tenía la mente dividida entre la estricta moral protestante y el hedonismo, entre los placeres oscuros y la honestidad personal, era André Gide. Su doble vida adquiría a veces la categoría de arte. Por uno de sus libros, El inmoralista, supe que la verdadera felicidad carece de culpa, todo un hallazgo, y Los alimentos terrestres lo leí como un canto del instinto para superar la moral a través de la belleza. En uno de mis viajes a Siracusa celebré que en el hotel Villa Politi hubiera constancia de que por allí había pasado este escritor, tal vez en busca de los cuerpos soleados de aquellos adolescentes que se bañaban en el puerto viejo o tal vez se trataba de aquel viaje que prolongó hasta Argel en compañía de Oscar Wilde, quien llevaba consigo a su joven amante lord Alfred Douglas, que acabó siendo su ruina. Allí fue introducido de la mano de Wilde en ciertos cafés para iniciados. Entre el humo de las pipas de kif y el aroma de té con jengibre tocaba la flauta un adolescente desnudo, llamado Alí. “¿Te gusta el musiquito? Tómalo. La forma de vencer una tentación es caer en ella”, le dijo Wilde.Sabía que con los buenos sentimientos siempre se hace mala literatura y que no existe el límite para detener la belleza. Era el alma de la editorial Gallimard, donde se permitió el error de rechazar el original de A la sombra de las muchachas en flor, que había mandado un tal Proust. “¿Usted cree que se pueden utilizar 20 páginas para describir cómo uno cambia de postura en la cama?”. Luego se arrepintió del error. En efecto, sí se podía, siempre que uno fuera precisamente Marcel Proust, empeñado en convertirse en un gusano dispuesto a pasarse la vida fabricando un capullo de oro. Gide comenzó a ser considerado maestro en aquel ambiente de Mauriac, Camus, Malraux, Paul Valéry. En 1936 viajó a la URSS y de regreso dejó de jugar a ser comunista. Denunció el estalinismo, lo que le llevó a las tinieblas del partido. No le importó lo más mínimo, puesto que era un radical de sí mismo. Tan turbio y a la vez tan honesto, escribió con una prosa neumática Corydon, en defensa de la homosexualidad. Luego sus libros ardieron en una plaza de Berlín junto con los de Proust, unidos por el mismo fuego de la ignorancia y el fanatismo.

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