La diferencia es mínima, pero su significado es enorme. Al cierre de la bolsa de París el pasado martes 15 de abril, el grupo LVMH (dueño de Dior, Louis Vuitton, Sephora o Moët Chandon, entre otros) tenía un valor de mercado de 246.500 millones de euros. Hermès estaba valorada en 248.100 millones, convirtiéndose, por un día, en la empresa de lujo mejor valorada del mundo. El dato no tendría tanta relevancia si no fuera porque se trata de una empresa que comercializa una única marca homónima (con varias líneas de negocio, de la marroquinería a la seda o la decoración) mientras que LVMH, el holding de lujo más importante del mundo, tiene una cartera de 75 firmas distribuidas en moda, belleza, bebidas, joyas y hoteles.En los diez días que han transcurrido desde entonces, ambas empresas han ido casi a la par. Hermès tiene 105.569.412 acciones en circulación a un valor aproximado 2.350 euros cada una. El 66% de dichas acciones está en manos de la familia fundadora. LVMH posee alrededor de 500.140.000 a un valor aproximado de 500 euros. El holding tiene el 50%. El hecho de que una sola marca de lujo supere al conglomerado más poderoso del lujo se explica por varios motivos que van mucho más allá (y vienen de mucho antes) de los aranceles impuestos por Trump a China y la Unión Europea.El pasado lunes 14, LVMH presentó los resultados del primer trimestre de actividad, y fueron peor de lo que esperaban los analistas: disminuyeron un 3% respecto al trimestre anterior (en concreto, la división de moda y accesorios lo hizo un 5%). Esto, obviamente, hizo que sus acciones cayeran, pero la tendencia venía de más lejos. En 2024, después de más de una década creciendo anualmente a doble dígito, solo vio un aumento del 1% (alcanzó los 84.700 millones de euros de facturación), algo completamente inédito que también se vivió en otros grandes conglomerados de marcas de lujo como Kering (dueño de Balenciaga, Gucci, Bottega Veneta…). Hermès presentó resultados trimestrales el pasado jueves 17: creció un 7% (facturó 4.100 millones en tres meses) y lo hizo, además, en todas las regiones.El lujo vivió un boom tras la pandemia. Y ese aumento de la demanda, unido a las pérdidas que todos sufrieron en 2020 (y que necesitaban equilibrar) llevó a una subida generalizada de los precios (algunas firmas cuestan un 30% más). Los grandes nombres del sector interpretaron ese crecimiento como tendencia sostenida, sin prever el agotamiento del cliente aspiracional, ni la necesidad de replantear qué justifica realmente un precio elevado.“La expansión rápida y la exposición excesiva han debilitado la promesa de exclusividad y artesanía que caracteriza al lujo”, concluyen en The State of Fashion, el informe anual que publican la revista especializada The Business of Fashion y la consultora McKinsey& Co. sobre el estado del sector. Eso, entre otros motivos, ha hecho que el cliente aspiracional prefiera gastar, según este informe, en experiencias premium en lugar de en productos de tendencia. La misma directora financiera de LVMH, Cécile Cabanis, lo reconocía el pasado lunes al presentar los resultados: “Es cierto que la clientela aspiracional es más vulnerable a los ciclos económicos menos positivos”.Pero hay dos grandes marcas que sortearon esta recesión del lujo que comenzó el pasado año: la primera fue Miu Miu, propiedad del grupo Prada, que se ha convertido en una enseña viral entre los jóvenes gracias a una oferta de productos muy diversificada. Y la segunda fue Hermès que, a diferencia de Miu Miu, nunca ha caído en ventas. La firma, perteneciente a una saga familiar que se extiende a un siglo y medio, experimentó un crecimiento del 15%, superando los 15.000 millones de euros anuales de facturación: “en un contexto económico y geopolítico incierto, el sólido rendimiento de los resultados da testimonio de la fortaleza del modelo Hermès y de la agilidad de los equipos de la maison, a quienes agradezco calurosamente”, comentaba en la rueda de prensa su actual CEO, Axel Dumas, sexta generación de la familia fundadora, a la vez que anunciaba que otorgaría un bono de 4.500 euros a cada uno de los 25.000 empleados de la compañía. “Lo que más me preocupa es la evolución de las relaciones geopolíticas: producimos en Francia pero vendemos en todo el mundo. No me preocupan tanto los aranceles como las tensiones entre naciones”.“Cuando todo va mal, Hermès va bien”, escribe Fréderic Laffont en ‘La casa de los artesanos’ (Lumen), una historia de la casa francesa contada desde una perspectiva poética: “Después de la Primera Guerra Mundial, cuando el comercio estaba en declive, Emile Hermès supo preservar y transmitir una cierta idea de belleza y humanidad a través de sus objetos y habilidades. Y ese sigue siendo el principal valor”, explica el autor a este periódico.Hermès también subió el precio de sus productos, un 15% de media, en los años posteriores a la pandemia, pero a diferencia del resto, la subida no generó rechazo. Muchas grandes marcas argumentaron dicha escalada con la inflación y, en consecuencia, con el aumento de los costes de producción. Pero la otra lectura habla del acercamiento a un consumidor más exclusivo en un momento en el que el 1% de la población amasa la mitad de la riqueza mundial. En vista de los resultados, no funcionó. El último informe de Accenture, del pasado diciembre, formula una receta para que el sector pueda capear el temporal: “minimizar interrupciones en la cadena de suministro, aumentar los controles de calidad y no ofrecer experiencias estandarizadas si se quiere recuperar la lealtad”. Pero ya hay marcas practicando dicha receta, que no es otra que la de vender una especie de exclusividad ‘genuina’, un relato que sostenga cualquier vaivén económico, y Hermès es quizá la que mejor la practica. “Ni siquiera en redes sociales desarrolla una estrategia de notoriedad masiva, sino que canaliza su prestigio de manera más discreta , sin publicidad agresiva y haciendo endorsement sólo de aquellas personalidades e influencers que están alineadas con los valores de marca”, explica Eva Pedrol, directora sénior de reputación y liderazgo en Llorente y Cuenca.En estos días, cuando proliferan en las redes vídeos (la mayoría falsos) que intentan dar a entender que los accesorios de lujo se hacen en fábricas asiáticas, Hermès es la única gran marca que puede justificar que sus accesorios, que representan un tercio de toda su facturación, se hacen íntegramente en Francia desde el año de su fundación, 1837. Poseen en la actualidad una veintena de talleres para todas sus líneas de negocio (nueve solo de marroquinería y un decimo, en Normandía, en construcción). De hecho, según datos aportados por la propia empresa, más del 65% de sus empleados de todos los departamentos, no solo el artesanal, residen en el país. “La visión a largo plazo es un rasgo de las empresas familiares”, sostiene Pedrol. En su caso, la idea de ‘la familia’ es, además otro activo comercial. “La palabra casa no es exagerada: por encima de la tienda y los talleres, los hijos de la tercera generación de la familia Hermès viven bajo los tejados del 24 Faubourg. Aquí, uno no está en un sitio, sino en casa de alguien”, explica Laffont.Si el modo de fabricación, el sentimiento de pertenencia y el lugar de producción no fueran motivos suficientes para su éxito, bursátil y de ventas, Hermès respeta a rajatabla uno de los principios básicos del lujo: la escasez. Escribía el sociólogo Thorstein Veblen en su ‘Teorìa de la clase ociosa’ (1899), que la demanda de bienes de lujo aumenta a medida que suben sus precios, porque esas subidas reducen la masa de compradores y hacen que los productos escasos resulten aún más deseables. Esa máxima, que parecen haber seguido todas las grandes enseñas tras la pandemia, no les ha resultado esta vez, precisamente porque la subida en las etiquetas ha ido acompañada de sobreexposición y sobreproducción. Sin embargo, el modelo productivo y de negocio de Hermés no permite producir mucho más de lo que ya produce. “Si abrimos un taller cada dos años, podemos añadir a lo sumo 200 o 300 artesanos que, además, necesitan formación”, contaba Axel Dumas, CEO de la firma, en una de sus últimas entrevistas, concedida al Financial Times.Estas razones materiales con las que la marca siempre argumenta su apuesta por la exclusividad llevan décadas envueltas en una mitología marketiniana: sus dos bolsos estrella, el Birkin y el Kelly, cuyo precio comienza en los 10.000 euros, solo son accesibles para clientes ‘de confianza’ que no solo aguardan pacientemente su turno en largas listas de espera, sino que para entrar en dicha lista deben haber comprado otros productos de la marca con cierta asiduidad. Lo curioso, además, es que algunos de los productos que oferta Hermès, también artesanales, tienen precios mucho más ajustados: un pañuelo de seda estampado cuesta de media 400 euros y unas sandalias Orán, su modelo de calzado más famoso, 600 euros. “El Birkin funciona como palanca de generación de valor y desarrolla un rol fundamental como herramienta de branding para impulsar el resto de la oferta”, explica Pedrol, “Genera concretamente lo que se conoce por efecto halo, cuando un producto icónico de una marca ayuda a la misma a mejorar su percepción y a elevar el atractivo de todo el portafolio”, añade. La empresa nunca se ha pronunciado sobre la veracidad de estas prácticas de venta exclusiva, pero lo cierto es que es imposible encontrar un Birkin o un Kelly expuestos en una tienda Hermès, tampoco están visibles muchos de sus objetos ‘asequibles’, ya sea porque están agotados o porque esta economía de la escasez, sea o no real, aumenta el deseo. Bien lo saben firmas que nada tienen que ver con la artesanía, como las marcas de moda urbana (Supreme, Stussy…) que hace una década empezaron a hacer caja con ediciones limitadísimas de camisetas o zapatillas deportivas que, en ocasiones, alcanzaban las cuatro cifras e incluso han llegado a subastarse en lugares como Sotheby’s o Christie’s. Su valor, es decir, lo que legitimaba su precio, era simple y llanamente su escasez.Porque no solo valor de las acciones de Hermès se ha duplicado en la última década (con excepción del año 2020, por razones obvias). También lo ha hecho el valor de sus bolsos, precisamente por esta mitología en la que todo cuenta: la escasez, la espera, el precio, el proceso de fabricación… Según diversos estudios, el de un Birkin crece un 14% año a año. De hecho, hace una década multitud medios de comunicación comenzaron a comparar la inversión en el bolso con la inversión en oro, el valor seguro tradicional en tiempos de crisis. Ahora que las políticas arancelarias de Trump agravan la situación del sector, los analistas consideran además que el mercado del lujo de segunda mano será uno de los pocos beneficiados, dado que no está sujeto a cadenas de producción y logística deslocalizadas.No es de extrañar que Bernard Arnault, dueño de LVMH lleve buena parte del siglo XXI queriendo comprar ese valor refugio llamado Hermès. En 2010 informó a la familia de que había adquirido el 14,2% de las acciones a través de una cadena de distintas sociedades, y que preveía hacer una oferta por un porcentaje similar. Un año más tarde tenía más del 20%. Cincuenta miembros de la familia fundadora de Hermès crearon entonces una sociedad conjunta con todas sus participaciones, y firmaron una claúsula: si uno de ellos vendía, la familia tendría siempre preferencia. Los litigios se prolongaron hasta 2015, momento en el que Arnault decidió vender sus acciones tras varias demandas por malas prácticas en la adquisición. Es una de las pocas derrotas que figuraban en el historial de LVMH. Hasta que cerró la bolsa del pasado martes y no solo sumó una más, lo hizo de manos de la misma familia.

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