Si usted siente que tiene problemas con la percepción de la realidad, ahora hay otro motivo para preocuparse: en las redes está apareciendo gran cantidad de canciones atribuidas a artistas inexistentes. No son meras ocurrencias de bromistas, se trata de generar royalties. Han sido creadas mediante herramientas de inteligencia artificial y pueden dar el pego si no se escuchan atentamente.Más informaciónA veces también utilizan los nombres de figuras como Jakob Dylan, Jeff Tweedy, Teddy Thompson, Emily Portman o Josh Kaufman (sí, el colaborador de Taylor Swift). Nada es sagrado: falsifican incluso la voz de Blaze Foley, cantante country fallecido en 1989. Me dirán que el tal Foley es desconocido por aquí, pero resulta que en EE UU ha adquirido dimensiones de figura de culto, gracias a Blaze, una película biográfica dirigida en 2018 por Ethan Hawke.Habrán advertido que en esa lista no aparecen artistas de la primera división. Tiene lógica: las superestrellas cuentan con equipos con la suficiente artilleria legal para impedir esos abusos, protestando y/o amenazando a Spotify, Deezer, iTunes… para que eliminen a esos intrusos, que disimulan su naturaleza con portadas que imitan estéticas visuales establecidas o fotos de estrellas difuntas.El timo funciona así. Dado que cada día se suben casi 100.000 canciones, en las plataformas de streaming carecen de filtros lo suficientemente efectivos para contener la invasión de material sospechoso. Aparte, están los grupos fantasma, como The Velvet Sundown, donde se han tomado la molestia de crear hasta retratos de la banda. Que, vaya sorpresa, no concede entrevistas.Una vez que han colocado sus temas fraudulentos, entran en acción ejércitos de bots que generan suficientes escuchas para hacerse merecedores de renumeración. ¿Y quiénes son los listos que están detrás? En Estados Unidos, se ha procesado a Michael Smith, un músico de Carolina del Norte que alardeaba entre sus amigos de haber ganado unos 12 millones de dólares, que repartía con la distribuidora digital que facilitaba el engaño. Fantástica caradura del personaje: alardeaba de que lo suyo era “música instantánea”. En Dinamarca ya hay una condena, aunque no han facilitado el nombre del tramposo que hasta transformaba canciones ajenas para aumentar sus ingresos, colocándose entre los principales compositores del país; ha sido sentenciado a año y medio de cárcel y le han confiscado de dos millones de coronas danesas. También en España intentan colar fraudes similares, aunque la cosa no ha pasado a mayores.Más informaciónPara detectar esos trucos, urge buscar en la metadata su identidad digital. Se descubren discográficas supuestamente basadas en Indonesia o nombres enigmáticos como Zyan Maliq Mahardika, que suele firmar como productor o compositor y que merecería un Grammy por su eclecticismo: lo mismo factura canciones cristianas que rock satánico.Las estrellas se han solidarizado con sus colegas menos afortunados. Al menos en el Reino Unido, donde han desarrollado una iniciativa que cuenta con el respaldo de Hans Zimmer, Annie Lennox, Yusuf Islam, Damon Albarn, Jamiroquai, Kate Bush o Max Richter, que han pagado una campaña de publicidad en periódicos. Aparte de un disco digital titulado ¿Es esto lo que queremos?, con 12 grabaciones hechas en estudios y locales vacíos. Los títulos de los cortes se pueden leer de corrido como una recriminación: “El gobierno británico no debe legalizar el latrocinio de la música para beneficiar a las compañías de IA”. Literalmente, es un álbum de ruido… que hubiera encantado a John Cage, el creador de la pieza 4’ 33”, donde el intérprete se mantenía silencioso durante ese tiempo.Simplificando: intentan impedir que las empresas tecnológicas usen la fonoteca universal que ofrece Internet para educar a sus máquinas sin preocuparse por el copyright. La iniciativa no parece haber conmovido al Departamento de Ciencia, Innovación y Tecnología del gobierno de Keir Starmer, que se escuda en que cada artista —y los escritores, que también protestan— puede exigir que no se use su música en tales menesteres. Cierto, pero los benditos burócratas no se plantean cómo poner en práctica ese veto ante los miles de compañías acostumbradas a ignorar a los derechohabientes.

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