El primero en darse cuenta fue William Stanley Jevons, en plena Segunda Revolución Industrial. Londres era el centro del mundo, y la economía británica crecía desenfrenada, con el telégrafo y las nuevas rutas de transporte expandiendo su influencia incluso más allá de las colonias. En tres décadas, la población del Reino Unido se había duplicado y había triplicado su PIB. Iban como un tiro, pero tenían un problema: toda su economía dependía del carbón. Las máquinas que aceleraban la industria textil; la producción de hierro y acero. Los barcos y ferrocarriles. Hasta la primera línea telegráfica pública que coordinaba los trenes del Great Western Railway, entre Paddington y West Drayton. Por no hablar de la calefacción. Todos los economistas del imperio, incluido Jevons, se estaban preguntando lo mismo: ¿Qué pasará cuando se acabe el carbón? ¿Es sensato permitir que la industria crezca por encima de nuestra capacidad energética de mantenerla funcionando? Sólo Jevons se dio cuenta de un detalle: diseñar máquinas más eficientes no resuelve el problema. Al contrario: cuanto más eficientes eran las máquinas, más demanda había de carbón.Seguir leyendo

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