Formentera no es mal sitio para vivir el fin del mundo. Ya lo experimenté una vez durante la pandemia, cuando fui para hacer un reportaje y me paseaba en plan Soy leyenda por la isla confinada, como si fuera el último ser humano del planeta, hollando con mi pie desnudo la arena virgen de las playas vacías. Por una casualidad del destino estaba otra vez allí el lunes pasado, cuando se produjo el apagón, ese apocalipsis. Baleares se libró, pero fue alucinante ver cómo se perdía la comunicación con el resto de España y parecía que todo el mundo allá afuera —incluido mi gato Charly, que en esta ocasión se quedó en casa— desaparecía a la manera de una gran y silenciosa extinción. Más informaciónPasar unos días de primavera en Formentera, cuando aún no es temporada alta, resulta, de entrada, un gustazo, ves a los amigos locales que están muy relajados, te enteras de las novedades de la isla in situ y vas preparando el aterrizaje de las vacaciones de verano. En esta época aún hay poca gente, te tratan con consideración en los chiringuitos y restaurantes, no hace calor y puedes recorrer la isla en bicicleta (de pedaleo normal, aunque ya proliferan las eléctricas). La contrapartida negativa es que cuesta meterse en el agua, muy fría todavía, y es una pena no poder nadar largo rato y sumergirse en ese embriagador mar azul, tan tentador, en el que te pasas horas luego durante el estío. Con todas sus maravillas (el estallido de flores, la luz, el cielo asombroso, el aire diáfano aromatizado con tomillo y con el olor a curry de la siempreviva), Formentera presentaba algunas notas inquietantes, como si flotara un presagio en el aire. Una atmósfera levemente surrealista, con un punto de relato de J. G. Ballard, el escritor de las catástrofes, los apocalipsis y los paisajes enfermizos y distópicos, del que, curiosamente ya que la isla es lo más cercano al paraíso, siempre he percibido aquí un eco, aumentado por el hecho de que La Casa Encendida de Madrid le acaba de dedicar, con gran oportunidad como se vio el lunes, un ciclo para analizar su impacto en el presente. Es verdad que siempre se ha dicho que si no estás bien por dentro, de cabeza o de sentimientos, mejor que no vayas a Formentera, un lugar que te devuelve, magnificado, lo que llevas ahí. Como señaló Ballard, el paisaje interior configura el exterior, y deviene la realidad.Una playa en Formentera.El caso es que el primer día desde la inenarrable terraza de mi habitación en el hostal Rafalet de Es Caló, que compartimos (afortunadamente en semanas diferentes) con Xavier Vidal-Folch y que se atalaya sobre un mar en el que se reflejan de manera arrebatadora los cielos más esplendorosos, las aguas aparecían punteadas por decenas de cormoranes, adultos y juveniles, que descosían con su vuelo rasante la sábana plateada de las olas. Los cormoranes: tan enigmáticos con sus cuellos en forma de interrogante y su costumbre de colocarse frente al sol con las alas abiertas como si le rezaran. Luego encontré uno muerto en la playa de Llevant, solitaria excepto por un enorme caballo gris que apareció de la nada, se encabritó junto a mi toalla extendida y casi derriba a su jinete. El ave estaba enterrada en la arena y sobresalía solo una pluma negra. Al estirarla emergió toda el ala putrefacta y luego el resto del pájaro que presentaba un aspecto aceitoso y maltrecho. Me recordó aquel cuento de Ballard, Pájaro de tormentas, soñador de tormentas —del libro Zona de catástrofe—, en el que un accidente biológico causado por un producto para acelerar el crecimiento de los cultivos ha provocado que las aves se hagan de un tamaño enorme y ataquen a la gente impulsadas por el hambre. El protagonista, el vigilante capitán Crispin, uno de los alucinados personajes ballardianos enfrentados a la misteriosa descomposición del mundo, se dedica a disparar en la playa desde una nave artillada contra los inmensos pájaros que derriba y que cuelgan sobre el agua como nubes quietas o ángeles caídos. El escritor J. G. Ballard.FAY GOODWIN/ BRITISH LIBRARYYo también vigilaba mi pequeño paraíso desierto de Llevant subido a la alta torre blanca del Servicio de Salvamento y Socorro de la playa, observando ensimismado las límpidas gaviotas de Audouin que merodeaban por la arena o atravesaban los luminosos cielos del sueño. Ahí arriba era el Neil de Fuga al paraíso, pendiente de los albatros de la isla de Saint-Esprit, o el Jim de El imperio del sol, jaleando a los Mustangs P-51, “¡Cadillac del cielo!”. Habíamos comido en el quiosco Manolito, entre mesas vacías, y contribuyó a la sensación de irrealidad lo abultado de la cuenta. Y es que en Formentera los precios no bajan aunque no haya nadie. Ballard no hubiera dejado de anotar esa enloquecida escalada que muchos vaticinan ya que conducirá al desastre. La novela que me llevé para los días en la isla no era una del escritor de Crash, sino el voluminoso thriller científico de Douglas Preston Tiranosaurio. Parecía una lectura más inocua, pero resultó ser una historia de ribetes ballardianos sobre la búsqueda de un fósil excepcional del terrible T. Rex que contiene un secreto que puede llevar, precisamente, al fin de la humanidad y de la vida en la Tierra. La aventura transcurre en su mayor parte en los cañones agostados de Nuevo México, donde los personajes (entre ellos un buscador de dinosaurios, un asesino a sueldo y un ex agente de la CIA reconvertido en monje) sufren entre peligros y penalidades sin cuento una profunda transformación física y existencial. Muy ballardianos parecían también los miembros de la familia del Pelayo -Fredy, Jonathan, Sablon, Aaron, Carlos, John, Dani, Jesús-, en su baqueteado edén junto al fulgurante mar de Migjorn, estos días completamente libre de algas. Contra todo pronóstico y pese a habérseles acabado el contrato, continúan de momento con el restaurante, al que han convertido en una de las más preciadas señas de identidad de la isla, su Vermilion Sands, a la espera de ver qué les depara el destino (parece que van a llevar el Gaucho y el Pachanka de Es Pujols). Una sensación de melancolía y provisionalidad, como al fin todas nuestras vidas, pesaba sobre los tejados cubiertos de hojas de palma. Jesús, ese filósofo natural, lo sintetizó mientras servía unas hierbas y hablaba por su walkie-talkie imaginario: “Lo que tenga que ser será”. J. G. Ballard forma parte del reducido grupo de creadores capaces de inspirar un adjetivo. El Collins English Dictionary define el adjetivo ballardiano como: “Referente a James Graham Ballard (J. G. Ballard; nacido en 1930), novelista británico, o a su obra. (2) Que se parece o sugiere las condiciones descritas en los relatos o novelas de Ballard, esp. la modernidad distópica, los desoladores paisajes creados por el hombre y los efectos psicológicos del desarrollo tecnológico, social o ambiental”. En la imagen la obra ‘Chasis oxidado de un coche abandonado en Túnez’ (‘Abandoned and rusty car wreck in desert Tunisia, Chott el Jerid’, de Sami Sarkis.Sami Sarkis / Getty Images (CCCB)En San Francesc, acodado en una mesa de la terraza del bar Centro, presencié sorprendido un funeral en la iglesia que preside la plaza de la Constitució. La irrupción de la muerte, con el coche funerario, el ataúd, las coronas florales en ese espacio luminoso y habitualmente festivo, fue otro aldabonazo ballardiano. En Ses Illetes, junto al Molí de sal, en vez del fuselaje de un avión hundido con las alas quebradas, típico del imaginario de Ballard, se veía un gran velero embarrancado, el Helisara, que antaño perteneció a Von Karajan y que, varado durante la tormenta del verano pasado, aún no ha sido retirado y se deteriora y oxida entre las rocas, con la vela de proa, el foque, desgarrada y meciéndose al viento como un ala rota. La larga playa vecina frente a la Illa dels conills estaba plagada de pequeñas medusas luminiscentes (Pelagia noctiluca) que moteaban el mar turquesa con sus violeta-rosáceos cuerpos gelatinosos y sus tentáculos. Eran tantas que no podías ni meter el pie en el agua y en la orilla se acumulaba una multitud de ellas muertas. En el chiringuito Briss, al este de la playa de Es Pujols, había otra turbadora medusa: la que llevaba tatuada en la pierna una de las camareras y que no era uno de los animales urticantes sino el ser mitológico. Le señalé a la chica que su tatuaje se parecía a la Medusa Marina del British Museum, pero ella me dijo que se lo había hecho como homenaje a la rapera Gata Cattana y era en realidad una copia de un dibujo del ilustrador y grafitero Don Iwana que vio en un libro, el poemario La escala de Mohs, de la cantante y poeta muerta.Miraba fijamente hacia el horizonte, más allá del mar, tratando de discernir signos del cataclismoCuando se produjo la catástrofe me enteré muy lentamente. La realidad se iba desconectando a pequeñas dosis como los circuitos del ordenador Hal en 2001: una odisea del espacio. Recibía llamadas de gente que decía que todo estaba cayendo y entonces desaparecían dando paso a un silencio ominoso. “¿Estáis bien ahí?”, solían ser sus últimas palabras. Desde Formentera, donde la vida seguía igual, como si disfrutáramos de una prórroga inexplicable, yo miraba fijamente hacia el horizonte, más allá del mar, tratando de discernir signos del cataclismo, la alta ola del tsunami de oscuridad que se lo iba tragando todo. Era otra vez como Jim, vislumbrando desde el estadio de Nantao el lejano resplandor de la bomba sobre Nagasaki. Un escalofrío recorría la isla bañada por el sol. Cuando finalmente tomamos el ferri para Ibiza -el mismo lunes por la tarde teníamos el avión a Barcelona-, navegamos callados con la sensación de ir hacia la debacle cabalgando en las olas. En el aeropuerto la pantalla mostraba ya un vuelo cancelado y retrasos en los demás. Embarcamos al fin y volamos ensimismados, sabiendo que nos dirigíamos hacia el vórtice de ese apocalipsis que siempre llevamos dentro.

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