En Ámsterdam, la música de Gustav Mahler es casi un asunto de Estado. El compositor se refirió en 1903 a la ciudad neerlandesa como su “segunda patria”, una afirmación en la que tuvo mucho que ver la defensa convencida de su causa por parte del director neerlandés Willem Mengelberg, en cuya casa se alojó en sus cuatro estancias oficiales en el país el autor de La canción de la tierra, que calificó la relación existente entre ambos de “amistad fraternal”. En 1920, ya fallecido su amigo, Mengelberg decidió organizar en el Concertgebouw de Ámsterdam el primer Festival Mahler, protagonizado en exclusiva por su orquesta residente, de la que llevaba ya siendo director titular nada menos que un cuarto de siglo (y aún le quedaba otro tanto). Los nombres de uno y otro figuraron con igual prominencia en todos los anuncios y los materiales impresos del festival. Nadie, en ningún lugar, había hecho nada parecido, sobre todo porque la música de Mahler, tras su muerte en 1911, se sumió enseguida en un cuasisilencio que no empezaría a romperse hasta la segunda mitad del siglo XX.En aquel primer festival hubo invitados de postín, encabezados por la viuda (Alma) y la hija (Anna o, familiarmente, Gucki) del compositor, pero también acudieron Arnold Schönberg, Anton Webern, Carl Nielsen, Nadia Boulanger, Adolf Busch, Otto Klemperer, Arnold Rosé, Arthur Schnabel, Erich Kleiber, Florent Schmitt o el escritor Robert Musil. Como llegó gente procedente de toda Europa, y aún estaban recientes los horrores de la Gran Guerra, se llegó a calificar el festival de la “Conferencia de Paz de Ámsterdam” y a la ciudad neerlandesa del “Bayreuth de Mahler”. Alma Mahler regaló al Concertgebouw, donde sigue conservándose, la partitura manuscrita de la Sinfonía núm. 7 y junto al podio del director se colocó en todos los conciertos un busto del músico rodeado de flores: iconolatría en un país con tantos vestigios iconoclastas. Y todo ello al tiempo que, en el resto de Europa, se olvidaban progresivamente de él.El público sigue gratuitamente el pasado miércoles la interpretación de la Sexta Sinfonía de Mahler en el pabellón instalado en el Vondelpark.Milagro ElstakEn 1995 se celebró un segundo festival, al que se invitó también a otras orquestas (y no a cualesquiera, como los Wiener y los Berliner Philharmoniker) y directores (tampoco del montón: Bernard Haitink, Claudio Abbado, Riccardo Muti, Simon Rattle y Riccardo Chailly, titular desde 1988 de la Real Orquesta del Concertgebouw). Se organizó en paralelo un simposio en el que participaron Donald Mitchell y Henry-Louis de la Grange, que siguen siendo tras su muerte los más lúcidos y penetrantes estudiosos de la música de Mahler. Para entonces, el interés por el compositor se había extendido por doquier como un insólito fenómeno global y Ámsterdam aprovechó para ratificar sus credenciales de ciudad mahleriana por antonomasia. En 2020, transcurrido un siglo desde el primer festival, iba a celebrarse una tercera edición que, tristemente, la covid se llevó por delante. Pero Simon Reinink, su organizador, no cejó en el empeño. Un intento de trasladar el festival a 2021 también fracasó por las restricciones aún imperantes, ya que seguía siendo difícil trasladar a grandes orquestas de un país a otro, pero ha logrado por fin hacerlo realidad ahora, cuando han pasado justo 30 años desde el anterior festival y un siglo largo desde el primero. Al igual que en 1995, una carpa o pabellón levantado en el Vondelpark, entre el Concertgebouw y el Rijksmuseum, permite que, quienes no hayan podido encontrar entradas para los conciertos (agotadísimas desde hace meses, porque aquí se han dado cita amantes de la música de todo el mundo), sigan en directo los conciertos en grandes pantallas con una extraordinaria calidad de sonido: gratuitamente y, si quieren, con una cerveza en la mano. Marina, la nieta del compositor, presente estos días en Ámsterdam, prefirió asistir el jueves al pabellón en vez de al Concertgebouw para vivir de cerca, emocionada, esa otra experiencia comunitaria e inmersiva de la música de su abuelo.En el comienzo del segundo tramo del festival han coincidido dos representantes de la máxima excelencia orquestal, una estadounidense (la Sinfónica de Chicago) y otra europea (la Orquesta del Concertgebouw), ambas omnímodas: ágiles como un velero y robustas como un acorazado. Nacidas en las postrimerías del siglo XIX, se fundaron en fechas cercanas: en 1891 la primera y en 1888 la segunda, de ahí que en el centenario tanto de la propia orquesta como de la sala la reina Beatriz concediera a la primera en 1988 el privilegio de anteceder a su nombre el título de “Real” (Koninklijk). Quizás a modo de guiño, la formación norteamericana ha estado dirigida por un nativo de Ámsterdam, Jaap van Zweden, que estaba programado en 2020 al frente de la Filarmónica de Nueva York, de la que era entonces director titular. Y van Zweden, extraordinario violinista, había sido en su momento, a los 19 años, el concertino más joven de la historia de la Real Orquesta del Concertgebouw, con la que llegó a tocar aún en el Festival Mahler de 1995, poco antes de que decidiera dedicarse por completo a la dirección. Para acabar de cerrar el círculo, el destino ha querido que ambas orquestas, actualmente huérfanas, vayan a compartir el mismo director titular a partir de 2027: el joven prodigio finlandés Klaus Mäkelä, también presente aquí estos días comandando a la formación neerlandesa. En la ciudad de los canales se han erigido nuevos puentes simbólicos estos días.Jaap van Zweden dirige el pasado miércoles la Sexta Sinfonía de Mahler a la Orquesta Sinfónica de Chicago en el Real Concertgebouw de Ámsterdam. Todd RosenbergCuando Jaap van Zweden descendió el miércoles las largas escaleras que llevan al escenario del Concertgebouw, el público le regaló un prolongado aplauso con mensaje incorporado: criado en esta sala, crecido aquí como músico, cualquier reaparición del otrora concertino de su orquesta debe de considerarse algo así como el regreso del hijo pródigo. Cuando empezó a tocar la Sinfónica de Chicago, que ocupaba hasta el último metro disponible del escenario, la fatídica marcha que abre la Sinfonía núm. 6 de Mahler, resultaba casi inevitable frotarse los ojos: ¿cómo es posible que un colectivo de seres humanos como nosotros sea capaz de tocar así? Su perfección y una brillantez casi cegadora son tales que puede llegar a sonar casi deshumanizada, por lo que necesita un director que logre infundirle pasiones, dudas y flaquezas humanas. Van Zweden, que conoce muy bien el funcionamiento de una orquesta desde dentro, lo hace sólo en parte, porque parece primar por encima de todo la transparencia, la organicidad de la música, la ausencia de cesuras, dibujando en todo momento el trazo largo, los grandes arcos, apuntalando los pilares que sostienen todo el edificio. En un encuentro con el público posterior al concierto el miércoles por la noche, el músico neerlandés calificó la escucha de la Sexta Sinfonía de una “experiencia devastadora”. El único asidero es el movimiento lento, que él decide situar en tercer lugar con una certeza del “cien por cien” de que es así como debe hacerse. En su opinión, es esta la música más hermosa que compuso Mahler, pero, aun así, tampoco se sume en la delectación ni en el arrebato emocional, ya que cabe ser bastante más expansivo y expresivo, a pesar de que, en términos puramente sonoros, después de la energía desplegada en los dos primeros movimientos, el Andante fuera un remanso de lirismo antes de afrontar la complejísima y devastadora media hora final.Este Finale contiene los dos famosos golpes de martillo (originalmente tres) que se abaten sobre el héroe (el propio compositor) y que tocó la percusionista Cynthia Yeh en un instrumento construido por un antiguo contrabajista de su orquesta, Roger Cline, algo menos aparatoso de lo habitual: la alcaldesa de Ámsterdam, Femke Halsema, había inaugurado simbólicamente el festival el 8 de mayo asestando un martillazo con otro instrumento similar. Acostumbrada a tocar en el Symphony Hall de Chicago, de acústica mucho más seca que la virtualmente perfecta del Concertgebouw, la formación estadounidense apabulla literalmente con su sonido. Todos sus solistas (incluido el trompetista español Esteban Batallán, heredero del legendario Adolph Herseth, cuyo instrumento ha pasado a sus manos) parecen también llegados de otro planeta, con intervenciones técnicamente perfectas, al tiempo que extraordinariamente musicales. Pero a esta Sexta le faltaron contrastes, reposo, abandono: el sonido de los cencerros, situados en lo alto tras el escenario, llegaban lejanísimos a través de la rendija que dejaba una puerta entreabierta. Van Zweden, hiperactivo en el podio, lanzó sin querer la batuta despedida en un momento del Scherzo (como le pasó a Juanjo Mena en su debut con los Berliner Philharmoniker), y pasaba de un movimiento a otro sin apenas dejarnos recuperar el resuello, con la misma presteza y eficacia con la que organizó los saludos finales por solistas y secciones. Al frente de idéntica orquesta, y repitiendo también la exposición del primer movimiento, su compatriota Bernard Haitink necesitó casi 12 minutos más para tocar las mismas notas.El trompetista español Esteban Batallán, en el centro, durante la interpretación de la Séptima Sinfonía de Mahler el pasado jueves.Todd RosenbergLa Séptima del jueves por la tarde, con el oído ya más acostumbrado a la penetrante sonoridad de la orquesta, ahora de dimensiones más reducidas, volvió a conocer una versión no tan apremiante, iniciada por el excelente solo (expuestísimo) de Michael Mulcahy con la trompa tenor. Es esta una sinfonía esquiva, quizá la menos interpretada de las de Mahler, y van Zweden volvió a priorizar la eficacia, la organicidad y el orden sobre la emoción o el misterio. Esta fue la obra que dirigió Mahler en Ámsterdam y La Haya en su última visita oficial en 1909 (regresaría de incógnito el año siguiente para un encuentro privado con Freud en Leiden) y ya entonces no fue del todo bien comprendida, como corrobora el testimonio del compositor neerlandés Alphons Diepenbrock. Van Zweden demostró mayor sintonía con el espectral vals central, extraordinariamente hilvanado, y el luminoso último movimiento que con las dos escurridizas músicas nocturnas, llenas de magia sonora pero algo apresuradas. En la segunda de ellas tocó la mandolina un violinista de la propia orquesta, Simon Michal. El éxito volvió a ser atronador y el ritual mecánico de los saludos, de nuevo presurosos, pareció un calco exacto del día anterior. La impresión final fue la de haber asistido a dos conciertos de una orquesta descomunal que nos había revelado hasta el último detalle de su exterior, pero cuyas entrañas, claroscuros y zonas de sombra apenas habían podido atisbarse.En los festivales de 1920 y 1995 decidió ponerse punto final a lo grande, con la Sinfonía núm. 8 de Mahler, la que requiere un despliegue vocal e instrumental sin precedentes. Ahora ha imperado el raciocinio y no se ha quebrado la ordenación cronológica, que en un músico cuya vida acababa colándose siempre entre sus pentagramas es, sin duda, la opción más recomendable. Después de haber inaugurado el festival el pasado día 9 con la Sinfonía núm. 1, volvía a su escenario natural la Real Orquesta del Concertgebouw con su Director Musical Designado, Klaus Mäkelä. El joven finlandés no parece arredrarse ante nada: es más, parece crecerse en consonancia con la magnitud del desafío, como le pasó en sus recientes conciertos en Madrid, donde fue la obra más compleja (el Concierto para violín de Britten) la que mejor y más convincentemente dirigió. Enfrentarse a su edad a la Octava de Mahler, y en el imponente marco del Concertgebouw, no parece reto pequeño, pero Mäkelä lo afrontó con una madurez y, no menos importante, una modestia tan infrecuente como loable. Finalizada la interpretación, el joven talento finlandés cedió todo el protagonismo a sus solistas y a los distintos colectivos que la habían hecho posible, manteniéndose siempre en un discretísimo segundo plano.El imponente aspecto que presentaba el escenario del Real Concertgebouw de Ámsterdam para la interpretación de la Octava Sinfonía de Mahler el pasado viernes.EDUARDUS LEELa penúltima sinfonía completada de Mahler es, a su vez, un experimento arriesgadísimo, un desafuero en el que se mezclan agua y aceite (un himno litúrgico medieval en latín y la escena final de la segunda parte del Fausto de Goethe) con resultados inciertos, dependientes en no poca medida del director, crucial en una partitura de estas características y obligado a alisar sus costuras. En una carta que envió a Willem Mengelberg (el auspiciador del primer Festival Mahler) en 1906, el compositor le describió gráficamente sus intenciones, casi cósmicas: “Imagínate que el universo comienza a sonar y a resonar. Ya no son voces humanas, sino planetas y soles que giran”. Y resumió así su gestación: “Al entrar en mi viejo estudio, el espíritu creador se apoderó de mí y me sacudió y azotó durante ocho semanas, hasta que terminé mi obra más importante. Quizás nunca había trabajado bajo tanta presión; fue como una visión repentina: todo apareció ante mis ojos y solo tuve que escribirlo, como si estuvieran dictándomelo”. Y era perfectamente consciente de su naturaleza híbrida, multiforme, casi como un collage: “Es una sinfonía, un oratorio (la misa que siempre me pediste que escribiera), un drama musical (la ópera que Strauss siempre quiso que compusiera) y un misterio de la redención”.Con una orquesta elefantiásica, dos grandes coros, un coro infantil y ocho solistas vocales, el director que se enfrente a ella tiene que, primero, aunar voluntades de un par de cientos de personas (las mil del popular sobrenombre de la obra es una evidente exageración) y, después, insuflar cohesión y coherencia en un discurso musical fragmentario, dominado en el fondo por una fuerte querencia subjetiva, porque detrás del creador de Veni creator spiritus y de la escena final del opus magnum de Goethe no se esconde otra persona que el propio Mahler, y es que, al final de su vida, el músico se veía como un moderno Fausto, un ser contradictorio enfrentado a las mismas fuerzas y los mismos dilemas que el héroe de Goethe. Así lo dejó entrever en 1909 en una carta a Bruno Walter: “Veo todo con una luz tan nueva – estoy en movimiento; no me asombraría en absoluto si alguna vez percibo de repente que me reviste un nuevo cuerpo. (Como Fausto en la última escena.)”Tras un poderoso acorde instrumental inicial, la primera parte de la Octava comienza con una atronadora intervención coral cantando el primer verso del himno de Pentecostés. La segunda, en cambio, se abre con una larga introducción puramente instrumental, imprescindible para que podamos dar el salto del cristianismo medieval a los “barrancos montañosos, bosque, rocas, soledad” con “sagrados anacoretas, distribuidos por la montaña, situados entre las grietas” en que Goethe sitúa la escena final de su drama. Y Mäkelä bordó una y otra, dando el espacio y tiempo necesarios para que podamos comprender lo que quiere contársenos como resorte imprescindible de las emociones: en las caras del público asomaron no pocas lágrimas (sic) gracias a que, amén de concertar con una autoridad incontestable (y sin abusar de la gestualidad), Mäkelä moldeó una versión riquísima en matices, en agógica, más volcado a veces en dirigir las voces secundarias en vez de las principales y haciendo bueno constantemente ese dictum de Mahler que tanto le gustaba repetir a Mengelberg: “Lo importante no se encuentra en las notas”.La soprano Miriam Kutrowatz canta el personaje de la Mater Gloriosa en la segunda parte de la Octava Sinfonía de Mahler desde la galería del Real Concertgebouw de Ámsterdam.Eduardus LeeSu futura orquesta adora trabajar con él, está claro, y se plegó con flexibilidad a sus precisas e inspiradas indicaciones. Los coros cantaron con entrega y disciplina, y entre los solistas destacaron con claridad la soprano Golda Schultz, la contralto Okka von Damerau y el barítono Michael Nagy, con la sorpresa añadida in extremis (e in excelsis) de la jovencísima Miriam Kutrowatz como Mater Gloriosa, que cantó con gran acierto desde lo alto de la galería, desgajada de sus compañeros. El Chorus mysticus final, el clímax musical, filosófico y expresivo de la obra, con las cuatro trompetas y los tres trombones adicionales tocando desde la parte más alta, justo en el lado opuesto, encima de uno de los coros, fue otro prodigio interpretativo por parte de Mäkelä, consciente de la importancia de estos ocho versos y su misteriosa referencia al “eterno femenino”. Consiguió que pareciera fácil y asequible lo difícil: lo extremadamente difícil. Gustav Mahler sigue reinando en Ámsterdam.

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