Clop, cotoclop, cotoclop, cotoclop, retumba la playa del Camello de Santander cuando el forastero la encara esperando toparse con una guarnición de caballería… y no con un ejército de jugadores de palas de madera. La vista desengaña al oído y revela una bóveda dinámica de pelotas amarillas sobrevolando la arena, golpeadas hipnóticamente de un lado para otro por un popurrí de personajes y atuendos: hay una mezcla abigarrada de jubilados, tipos fibrosos, barrigones, cuarentones, abdominales masculinos y femeninos, biquinis, arrugas, tatuajes, chavalucos, gafas de sol, gorros, guantes, tobilleras, vendajes, pieles tostadas y epidermis cangrejeras. Entre el tropel destaca el carisma y el ritmo de bola de Javier Ceballos, Cali, de 68 años, media vida y entera jubilación dándole a las palas. “¡Sigue!”, “¡toma!”, “¡buena!”, exclama Cali, el señor de las palas, símbolo de esa generación criada en el peloteo playero y cuyo legado pretende extenderse a sus sucesores.“Empecé con 18 años cuando vine de Molledo a Santander, no había visto una pala ni un autobús en mi vida, un día paseando por la playa me encontré a un chico con palas y empezamos a jugar”, resume este médico de profesión —apodado Cali por aquel protestón pollito Calimero de la televisión— que durante muchos años cuidó a los jugadores del Racing de Santander de fútbol y del Teka Cantabria de balonmano.Varias parejas juegan en la playa del Camello, en Santander.Álex IturraldeLas jornadas de pala empiezan hacia la una de la tarde y concluyen a las siete sin más parón que una tregua para el vermú y algún “bañuco” cuando el sudor del bombardeo requiere refresco. “Esto es un juego más que un deporte, ni gana ni pierde nadie”, explica, por mucho que haya participantes arreando a la pelota como si el de enfrente les debiera dinero.El juego de las palas apenas requiere más que las susodichas, la bola y una humilde placa: “Zona de palas”, reza una señal junto al murete del Camello. Cali recuerda su juventud, cuando los veraneantes indignados amagaban con quitarles las herramientas o ellos tenían que huir hacia el mar para esconderlas de la Policía, alertada por los aguafiestas. Ahora, con parcelas reguladas casi por catastro, ambas almas playeras conviven.Sigue el intercambio. “Media jubilación se la debo a mis amigos, se sienten bien y es gente buenísima, nos conocemos de los peloteos y ahora somos una familia”, valora Ceballos. El grupo aplaude la expansión generacional y de género del juego, con varios muchachos practicando, quizá con menor fuerza de mamporros, y creciente presencia femenina entre la mayoría varonil. Las palas pesan entre 400 y 700 gramos, los más sibaritas las compran en Grecia, otros las pulen para quitarles peso, algunos usan unas para pegar y otras para parar, incluso algún manitas la elabora personalmente.Javier Ceballos, en pleno juego. Álex IturraldeLos últimos tiempos les han traído testigos ilustres como Toni Nadal, cincelador de su sobrino Rafael, o el gruñón extenista estadounidense John McEnroe, que no rompió la pala pero sí declinó participar más porque “pesaba mucho”, aunque, aseguran los presentes, sí le gustó el asunto.En realidad, la pala no pesa mucho pero tampoco poco, una goma protege el agarre y suaviza el roce con la palma y la pelota vuela. Los pies se anclan en la arena y se engrasan los hombros, cadera, codos y un poco de muñeca para dar y dar y devolver y devolver. Coordinación del tren superior e inferior contra la voladora bomba amarilla. Cali enseña los gestos, recomienda impactar de arriba abajo en dirección al espacio entre la oreja y el hombro para agilizar la devolución con gestos mecánicos —­quizá motivados por ancestrales instintos de supervivencia—, ensalza los buenos ataques y relativiza los fallos: difícil contestar bien y retornar a origen el proyectil. Neófitos del pádel de comunidad de vecinos y rodilla operada, concédanse un tiempo de aclimatación antes de abandonar. La práctica otorga maña, el porcentaje de error mengua, aumenta la velocidad del arreón propio y uno se cree bueno hasta que el exceso de confianza se diluye cuando los sabios elevan prestaciones. No, no hay nada que hacer contra ellos, o frente a ellos, y sus jornadas de cinco horas diarias en verano o en invierno y sus correspondientes zambullidas sin importar la temperatura fuera o dentro del Cantábrico. “Parece fácil pero no lo es”, guiña el anfitrión, con constantes diálogos con personas a quien lleva años y años compartiendo esta esquina del Camello.Parar, pegar, parar, pegar, una más, otra, otra. La luz dorada se torna ocre, acreditando que el reloj no para y que las manecillas pegan como una más. Pasan las siete de la tarde, baja el sol en la playa y Cali se levanta. Tarda en despedirse entre comentarios de unos y otros; mañana, misma hora, mismo sitio, últimas alabanzas a quienes siguen jugando que, so riesgo de bolazo si los reflejos decaen, gritan: “¡El rey de la playa!”. Con cetro de madera.

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