Nos encontramos en el Parque Nacional de Amboseli (Kenia), en la década de 1980. Hace calor, y una cría de elefante parece demasiado débil para incorporarse. Han pasado ya cuatro horas desde su nacimiento y aún no ha probado ni una gota de leche. Junto a ella, hay tres hembras desesperadas: su madre, Tallulah, una primeriza de 17 años; Tara, una adolescente de su grupo familiar; y Cynthia Moss, una científica estadounidense que observa la escena desde su coche. “Quería desesperadamente hacer algo, pero sabía que no debía interferir”, escribe Moss en Memorias de elefante. Llevaba rato contemplando la torpeza de Tallulah, que se mostraba totalmente desconcertada. La cría ni siquiera parecía saber cuál de las dos elefantas era su madre y, cada vez que se acercaba al pezón de Tallulah, esta hacía algún movimiento que impedía el encuentro. Finalmente, y para alivio de Moss, la cría logró engancharse al pezón y comenzar a alimentarse. Sobrevivió. Más informaciónCinco días antes, la investigadora había asistido a un nacimiento completamente distinto. Deborah, una matriarca de 47 años, dio a luz con calma. Desde el primer momento se mostró segura. Cuando su cría se caía en sus primeros pasos, utilizaba su trompa con delicadeza para ayudarle a levantar. Apenas hora y media después, ya estaba mamando. Cynthia Moss no era la única científica en Amboseli observando nacimientos y sufriendo con la torpeza de las madres primerizas. Jeanne Altmann fue una de las primeras en cuestionar el llamado instinto materno en animales. Tras años siguiendo a los babuinos, documentó escenas difíciles de ignorar: “Vicky, la primera cría de Vee, no logró agarrarse al pezón durante su primer día de vida; su madre la llevaba boca abajo, e incluso la arrastró y golpeó contra el suelo durante gran parte del día”. Vicky no tuvo la suerte de la cría de elefante. Murió al cabo de un mes. Y esto es lo normal: entre primates, la mortalidad de los primeros hijos puede ser hasta un 60% más alta que la de sus hermanos nacidos después. Con estos datos, el concepto de instinto maternal empieza a tambalearse. Pero aún hay más. A diferencia de las elefantas o las babuinas, a las mujeres sí se les puede preguntar si quieren a sus hijos. María, una joven brasileña de 23 años, acudió al proyecto Escucha Perinatal en busca de ayuda: no lograba sentir amor por su hijo de tres años. ¿Vínculo natural o cultural?No es un caso aislado. Un estudio publicado en 2024 en la revista Social Science & Medicine, exploró si el vínculo madre-bebé en madres jóvenes respalda la idea de un instinto maternal o si, por el contrario, está influenciado por factores socioculturales y experiencias individuales. Los resultados fueron diversos: dos tercios de las madres informaron sentir un apego inmediato, un tercio no. Evidencias como esta han dado pie a numerosos artículos de divulgación y opinión en medios internacionales como The Guardian o The New York Times, con títulos tan contundentes como La gran idea: por qué el instinto maternal es un mito o El instinto maternal es un mito que crearon los hombres. Pero, antes de debatir sobre su existencia, conviene preguntarse: ¿entendemos realmente qué es un instinto? Más que un concepto bien definido, el instinto parece funcionar como un término paraguas, una etiqueta que aplicamos a ciertos comportamientos que cumplen con algunas condiciones: aparecen desde el nacimiento, no requieren aprendizaje, se manifiestan de forma similar en todos los individuos de una especie, están dictados por la genética, se activan automáticamente ante determinados estímulos y parecen ajenos a la razón. Así, hablamos con naturalidad del instinto de supervivencia, del instinto depredador, migratorio o maternal. Estas etiquetas nos resultan cómodas, pero, según el neurocientífico Mark S. Blumberg, basta con rascar la superficie de cualquier comportamiento complejo para que surjan una interminable serie de preguntas difíciles: “Cuanto más profundizamos en estos temas, más difícil se vuelve alcanzar una idea clara de lo que realmente significa instinto“. Pensemos en un ejemplo: aparece un oso. Las pupilas se dilatan, el corazón se acelera y salimos corriendo en un acto reflejo. Nada parece más instintivo que la huida, pero, si lo pensamos, no nacemos sabiendo correr. También se da el supuesto contrario: un bebé ciego sonríe, este gesto es innato. Sin embargo, con la experiencia, vamos aprendiendo el contexto adecuado y podemos decidir cuándo sonreír y cuándo no. La línea entre el instinto y la razón, o lo innato y aprendido, es difusa. El comportamiento de un individuo surge de una red de procesos que interactúan entre sí. Los genes tienen un papel fundamental, pero no crean por sí solos los rasgos. Los instintos no son programas cerrados, sino que se desarrollan a través de una compleja interacción de factores físicos, biológicos y ambientales. De lo innato a lo aprendidoA menudo, lo que parece un instinto es en realidad una predisposición a aprender ciertas conductas con más facilidad. Pongamos el ejemplo del miedo a las serpientes. A la psicóloga Susan Mineka, le costó solo unos minutos conseguir que unos monos de laboratorio le cogieran miedo a las serpientes de por vida. Lo único que tuvo que hacer fue enseñarles vídeos de otros monos asustándose con una serpiente. En cambio, cuando hizo el mismo procedimiento, pero con otros estímulos, como flores o conejos de peluche, le resultó imposible que los monos les cogieran miedo. Nacen preparados para aprender a temer a las serpientes. En algunos casos, esa predisposición a aprender es tan fuerte que parece que los animales ya nazcan sabiendo. Se trata de un gradiente. En líneas generales, cuanto más complejo es el sistema nervioso de un animal (como ocurre con elefantes, primates o humanos), mayor flexibilidad y capacidad de adaptación tendrá su comportamiento. Como dice Mark S. Blumberg, el reto está en dejar de etiquetar las conductas como instintivas y empezar a comprender la compleja red de influencias que da forma a lo que somos. Claro que no nacemos sabiendo criar, pero somos mamíferos y la crianza no nos resulta totalmente ajena. Los rasgos de los bebés (sus ojos grandes, sus mejillas redondeadas, su fragilidad) nos despiertan ternura. Queremos abrazarlos. Cuando lloran, sentimos su desconsuelo y buscamos aliviarlo. Además, aprendemos rápido: probablemente Tallulah, aquella elefanta primeriza de Amboseli, supo manejar mucho mejor a su siguiente cría. En humanos y otros animales este proceso no es exclusivo de las hembras. Cuando nace un hijo, la química del cerebro cambia, pero no solo en quien da a luz. Por ejemplo, los padres experimentan un aumento de oxitocina, la hormona del vínculo, equiparable al de las madres biológicas. Otro estudio reveló que ellos también identifican con la misma precisión el rostro de su bebé. Así que no, ningún humano nace sabiendo criar, pero de alguna forma todos estamos preparados para aprender a hacerlo.

Los animales que desmontan el mito del instinto maternal | Ciencia
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