Sirât, la película de Oliver Laxe que concursa por la Palma de Oro, es una aventura trágica que introduce al espectador en un brutal trance; un viaje por el desierto cuya intensidad —y sonido— reventó en la tercera jornada del Festival de Cannes con su desoladora respuesta a un presente descarrilado. Lo que empieza con las hechuras de una aventura clásica —la historia de un padre que busca a su hija perdida en una rave de Marruecos y en esa búsqueda, junto al hermano pequeño de la desaparecida, se une a una troupe de nómadas del sonido— acaba convertida en otro tipo de viaje, nihilista y desbocado. Laxe, que hace 15 años llegó a Cannes con su primera película bajo el brazo, Todos vós sodes capitáns, se estrena en la sección más codiciada del certamen, su concurso oficial, con una road movie en el desierto, entre raveros curtidos en fiestas ilegales como lagartos, a la sombra de columnas gigantes de sonido y subidos en camiones que cruzan montañas en busca de cualquier beat perdido. Después del viaje espiritual (también en Marruecos) de Mimosas (2016) y del drama rural gallego O que arde (2019), Laxe vuelve a firmar su nuevo guion —más estructurado que los anteriores— junto a Santiago Fillol. Desde un lugar propio, Laxe y Fillol (y la fotografía en 16mm de Mauro Herce) remiten al ruido furioso de Mad Max, pero con ecos del nihilismo de una de las películas de culto del Nuevo Hollywood, Carretera asfaltada en dos direcciones, de Monte Hellman. En su viaje a través del viento y las olas de sonido del techno, Laxe conduce al espectador hacia ese trance/desdoblamiento que siente el cuerpo cuando se abandona al baile.Los personajes de Sirât vagan en busca de algo —un sonido, una hija o una respuesta—, y en su viaje conviven la utopía y la sincronía emocional de la rave con una realidad de la que huyen, pero que va calando por otros altavoces, los de las noticias que hablan de muertos y guerras que no se nombran porque no hace falta. Sirât se divide así en dos partes: tras la aventura clásica, llega la pesadilla a partir de un suceso que rompe el relato. Es esa impactante traca final la que conduce al espectador al estremecedor desenlace, una secuencia en la que está el final y el principio de todo. Laxe abre Sirât a muchas interpretaciones: políticas, contraculturales, religiosas… Caben unas cuantas teorías sobre el misterioso viaje dentro del viaje que encierra esta poderosa película y sobre el destino de sus personajes y de esas caravanas humanas que, en el desierto o en el mar, buscan algo que dé sentido y consuelo a sus vidas. Se trata de una película inmersiva, cuyas olas de decibelios impregnan las imágenes de una cultura rave que es mucho más que un telón de fondo. Bajo su apariencia delirante, las raves hablan de rebeldía y resistencia, de vivir en común la posibilidad de abandonar el cuerpo y la identidad a través del movimiento. De Detroit a Manchester o Berlín, el techno y sus beats repetitivos fueron la respuesta de toda una generación al colapso posindustrial de finales del siglo XX. Laxe arranca su película con una imagen bestial: unas torres gigantes de altavoces instalados sobre el fondo de unas montañas de wéstern. Los decibelios retumban contra los acantilados rebotando en los cuerpos que bailan sin descanso. El tempo de la rave se revela como algo religioso, una idea en la que se incide a través del tótem del altavoz, una caja negra que, en un plano muy enigmático, remite a la Meca. El personaje principal es el padre en busca de su hija. Lo interpreta Sergi López con un registro diferente al del resto del reparto. Ese registro tiene todo el sentido porque ese padre, que evoluciona y muta con la historia, es un forastero en el desierto que no entiende nada. López representa al espectador, al tipo común que atraviesa las dunas o la selva en busca de su sangre. Le acompaña su hijo pequeño, interpretado por Bruno Núñez, que ya en La Mesías demostró su ángel. Aquí vuelve a calar hondo. Bastan dos pinceladas para interiorizar el cordón umbilical padre-hijo. El hijo es, además, el puente con los raveros, la mirada desprejuiciada a cinco nómadas con aire de piratas cuya camaradería irá aflorando de forma auténtica y profunda. Entre la familia de sangre y la elegida, la troupe de rebeldes del techno formada por Stefania Gadda, Jade Oukid, Richard Bellamy, Tonin Janvier y Joshua Liam Herderson contagian su verdad. Y Laxe les da espacio para que los conozcamos; en algunos momentos de la película, también con humor, a través de sus excrementos. Sirât se mueve entre montañas y desiertos, pero su recorrido es circular. De ahí que arranque con una cita que quizá encierra la pista de todo su misterio: “Existe un puente llamado Sirât que une infierno y paraíso. Se advierte al que lo cruza que su paso es más estrecho que una hebra de cabello, más afilado que una espada”. Al otro lado de ese puente, aguarda un Oliver Laxe que da un importante salto en su filmografía con una película que también es la despedida por todo lo alto de Domingo Corral de Movistar Plus, productora del filme en colaboración con, entre otras, El Deseo. Sirât es, por tanto, un testamento del talento no alérgico al riesgo de Corral, incomprensiblemente despedido tras una década al frente de la ficción audiovisual de la compañía, cuya calidad ha roto moldes bajo su dirección.

Oliver Laxe revienta Cannes con el trágico y brutal trance de ‘Sirât’ | Cultura
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