Esta cobardía, de Chiquetete, y Escuela de calor, de Radio Futura, salieron en el mismo año, 1984. Así que el día que mi madre y el Clemen se conocieron en la feria de Manzanares igual estaba sonando alguna de las dos. Ella tenía 15 años y se pasaba los veranos recorriendo España en una furgoneta Sava con su madre y su padre, feriantes de profesión, y sus cuatro hermanos. El Clemen tenía un par de años más, 17. A él la feria no le venía de casta, pero, un verano, Rafael Bustos y la Mari Loli le ofrecieron irse de ayudante y aceptó. En Manzanares, el Clemen y mi madre se empezaron a gustar. Él descargaba las cajas del furgón apretando los bíceps y ella se acicalaba en el barreño más de lo habitual. Y entre niños que manoseaban los juguetes del puesto a los que había que replicarles “se mira, pero no se toca”, se empezaron a contar quiénes eran; ella estaba haciendo Bachillerato y le habían quedado tres, él acababa de terminar una FP. Quedaban cuando mi madre y sus hermanas terminaban de fregar los cacharros y los adultos se iban a echar la siesta para jugar a las cartas y a los dados. A veces también se iban a tomar algo después de echarle el cierre al puesto, cuando el de la tómbola paraba por fin de declamar “y otra chochona, y otra chochona, si quiere la chochona, le damos la chochona”. Una tarde, ella le hizo los agujeros de las orejas con hilo de seda, aguja y un cubito de hielo que utilizó como sedante; otra, los compañeros de él le regalaron a mi madre un anillo de papel de aluminio. Cuando se lo entregaron se echaron a reír. Hicieron juntos la feria de Manzanares y la de La Solana, y en la tercera en la que coincidieron, la de Pedro Muñoz, empezaron a salir. Supongo que, como todos los adolescentes, sintieron entonces que ese amor recién estrenado sería eterno. Y, como ocurre con los amores eternos, los problemas no tardaron en llegar: tras la feria de Pedro Muñoz, sus caminos se separaban. Mis abuelos cogían una ruta y Rafael Bustos otra, así que hasta el final del verano, hasta la feria con mayúsculas, la de Albacete, no volvían a coincidir. Él le prometió que se reencontrarían allí. Ella decidió no volver al pueblo en septiembre para recuperar las asignaturas que le habían quedado y así poder verle. Y aunque mis abuelos se llevaron un disgusto —puedo imaginar la retahíla de improperios de mi abuela cuando les comunicó la noticia—, le permitieron quedarse. Tras un agosto demasiado largo llegó la feria de Albacete, y mi abuelo le puso a mi madre un puestecillo de muñecas enfrente de la caseta del Clemen. Para decirse que se querían mucho usaban un correveidile de 9 años llamado Alberto, que se pasaba las noches de un lado para otro. Pero ni allí ni en Gandía, hasta donde viajaron después, ni tampoco en Girona, donde ambos terminaban la temporada anual de ferias, se besaron. Cuando se despidieron, él le regaló un libro, Si te dicen que caí, donde lo importante no era la historia de Java ni de Sarnita sino la dedicatoria: “De alguien que te quiere y que jamás te olvidará”. Ella le regaló un colgante del Cristo de Dalí, ese que va sin cruz. Se juraron volver a verse, pero otra de las cosas que ocurren con los amores eternos es que casi nunca lo parecen. Así que después de unos meses carteándose, se cansaron de escribir y se perdieron la pista. Cuando se volvieron a encontrar, el libro de Marsé había sobrevivido a una decena de mudanzas, y el Clemen aún llevaba al cuello el Cristo de Dalí. Era de oro y no de plata, porque perdió el que mi madre le había regalado de cría pero se compró uno igual. Habían pasado 31 años. Era el verano de 2015 y mi madre estaba viendo La Voz Kids cuando escuchó una notificación de Facebook y cogió el portátil para consultarla. Vio una petición de amistad: Clemente Delfa Castellanos. La aceptó y empezaron a hablar, ya no de sus compañeros de instituto ni de las asignaturas que les habían quedado, sino de sus hijos, de sus divorcios, de sus trabajos. Como un Jano Bifronte, se encontraron en esa etapa en la que uno mira siempre hacia delante y se reencontraron cuando parece que solo es posible mirar hacia atrás. Él era camionero y pasaba mucho por Aranjuez, donde mi madre era cartera, así que convinieron verse. Según me contó ella, la primera vez que la llamó por teléfono estaba escuchando una canción de El Arrebato que dice “cuando menos te lo esperas/ va la vida y te sorprende/ tanto tiempo de vacío/ que se llena de repente”. Lo interpretó como un buen augurio. Quedaron para el puente del Pilar y ese día, más de 30 años después de la feria en la que el Clemen le pidió salir, se dieron su primer beso. Siguen juntos desde entonces. Tienen enmarcadas en el salón las fotos de los adolescentes que fueron, esos que se prometieron amor eterno el verano del 84. Es probable que lo que soñaban entonces se pareciera poco a lo que finalmente ocurrió. Pero, a veces, la vida no nos da historias perfectas, sino algo mucho mejor. Ana Iris Simón es periodista y escritora.
EL PAÍS recoge cada día en agosto historias de ‘Amores de Verano’.

Un amor de verano de… Ana Iris Simón: ‘Hilo de seda y aguja’ | Estilo de vida
Shares: