Yasmina tiene 23 años y llegó al módulo de mujeres de la prisión de Brians 1 hace cinco meses. Cumple sentencia por un robo con fuerza en una clínica dental que ni recuerda, dice, porque aquel día iba “muy drogada”. Si la cárcel ya es un medio hostil para cualquiera, su ingreso se vio agravado por la relación que mantenía con algunas presas y una pelea. La dirección apenas tardó tres meses en seleccionarla para que entrara en una especie de burbuja penitenciaria. “Aquí estamos personas más vulnerables, que hemos sufrido extorsiones y somos más sensibles”, lee, algo nerviosa, en un pequeño trozo de papel en el que ha escrito unas cuantas cosas que no quería olvidar.Ese “aquí” es la unidad de intervención compensatoria (UIC), un espacio en el que una veintena de reclusas —ahora son 17— conviven al margen del resto de presas, que hacen vida en el piso inferior, “abajo”, como dicen. Ese adverbio se va colando en todas las conversaciones, funciona casi como un antónimo de “aquí” en un amplio abanico de contextos: desde el lugar hasta la tensión que se vive o el espíritu de grupo. Las usuarias de la UIC van “abajo” únicamente cuando tienen que ir a sus celdas, y cada vez que lo hacen van en grupo y con los pasillos vacíos. Un equipo especializado de vigilantes, educadores y psicólogos vela por ellas. El criterio de entrada no es el delito, sino su adaptación y su relación con el resto de reclusas en el régimen común. El 35% presenta alguna discapacidad. Las usuarias tienen graves dificultades para convivir en espacios comunes, pero no cumplen, en cambio, criterios para ser ingresadas en unidades psiquiátricas. “Cuanto más vulnerable seas, mayores pueden ser las presiones del resto de presas. Y cualquier presión en la cárcel puede condicionar tu itinerario hacia el exterior”, afirma Gemma Torres, exdirectora de Brians I y ahora subdirectora general del Programa de Rehabilitación de la Generalitat. La idea es que tras un periodo limitado, para forzar la rotación y el número de beneficiarias, las beneficiarias del programa recuperen su autonomía personal y puedan regresar “abajo” fortalecidas, además de trabajar su inserción en la definitiva libertad. “Estoy jodida porque estoy en la cárcel, pero ahora me siento cuidada, protegida y ayudada”, apunta Yasmina sobre los resultados, que resume en un “he conocido mi paz”. Las adicciones y los traumas, casi siempre motivados por episodios violentos sufridos en algún momento de su vida, son patrones usuales de las beneficiarias de este programa. Hay un tercer factor que no es poco habitual: las autolesiones, utilizadas como válvula de escape. “Solo sentirse escuchadas ya rebaja esa angustia”, explica Carmen, una de las educadoras de la unidad, que pone en valor la nueva relación con los funcionarios, pero también a la red que se acaba tejiendo entre las propias reclusas: “No hemos tenido tentativas de suicidio porque aquí mejoran mucho, pueden ser controladas mucho más de cerca y este es un espacio donde pueden hablar y explicarse”. La cercanía entre funcionarios y reclusas es total y no es raro encontrar a una vigilante sentada en el comedor hablando con un grupo de ellas. El jefe de vigilancia, Óscar, ha pasado de utilizar el apellido para dirigirse a ellas a tratarlas por el nombre. “Parece una tontería, pero es más personal y acabas generando confianza. Y si ellas te ven próximo, cuando lo necesiten te van a pedir ayuda”, explica. María del Mar (52 años) explica de otra manera lo que supone para ella, como usuaria, lo que es la UIC: “Pese a estar en la cárcel es bastante agradable y me siento segura. Abajo mi refugio era la habitación, pero hasta que estaba allí era todo tensión, por mi inseguridad, y era una lucha diaria”. Esa ha sido su vida desde que en los años noventa empezó a entrar y salir de la cárcel. No esconde sus adicciones —“a los 14 ya esnifaba y a los 16 me inyectaba”, afirma— y tampoco un cambio personal que explica sin autocomplacencia: “Abajo consumía y aquí no, y eso es un punto a mi favor”. Admite problemas para “socializar” y también otra cuestión: “No me gusta que vengan a pisarme”. Una usuaria de la UCI, en una actividad en el recinto de Brians. Massimiliano Minocri“Tenemos que hacer cosas diferentes para que pasen cosas diferentes”, dice la educadora Carmen. En episodios agresivos se busca la calma y evitar las sanciones. Defienden que no es una simple cuestión de flexibilidad en el trato, ni de condescendencia, sino de buscar medidas alternativas. Y de un equipo de 32 personas, entre las que se encuentran cinco educadoras sociales, una trabajadora social, una terapeuta ocupacional, dos psicólogos (uno clínico) y una enfermera. Hay otra UIC activa en la prisión de hombres de Puig de les Basses (Figueres, Girona) y la intención de la Generalitat es abrir cuatro unidades similares más. En las dos activas, a cuatro de los reclusos que entraron con el protocolo de prevención de suicidios activados se han acabado desactivando. Disciplina, pero dinámicas alternativas a los castigosLas dinámicas de contención y aislamientos más propias de regímenes carcelarios han sido sustituidas por otras de refuerzos positivos, con premios como las videollamadas a las familias, las salidas programadas o sesiones de maquillaje, que se añaden a los talleres habituales. En una de las paredes del patio está reproducido un mosaico con las fotos que se hicieron entre ellas durante un curso con una entidad externa. Y están orgullosas. Todo eso no va reñido con la disciplina interna. Carmen defiende que hay que cumplirla, lo que provoca que no todas las personas se acaben adaptando a ese régimen especial. Una de las primeras usuarias, cuenta, salió porque tenía una obsesión con comer básicamente salchichón que no se adecuaba a los hábitos, en este caso de alimentación, que se intentan inculcar como una vía más de normalización. A los dos días ya estaba fuera. “Las primeras salidas fueron un poco así, y fuimos aprendiendo”, explica. Desde entonces se impuso una condición para el ingreso en la UIC: las nuevas usuarias debían comprometerse a estar al menos tres semanas con pleno respeto a las normas, una suerte de prueba de esfuerzo. En las dos unidades activas se han producido 32 bajas, seis por ingresos en unidades psiquiátricas o sanitarias, ocho por bajas voluntarias y otras ocho expulsiones regimentales. Aina, la psicóloga de la unidad que forma parte de un equipo de tres personas de la Fundación Sant Joan de Déu, insiste en la necesidad de ofrecer a las reclusas alguna “cosa alternativa” y dejar atrás “lo de abajo, que es un contexto traumatizante” en personas que ya llegaron a prisión, en el 95% de los casos, con algún shock. “El trauma lo trabajamos siempre y las acogemos e intentamos darles recursos —explica— para que sean personas seguras de ellas mismas. Intentamos trabajar las fortalezas y no revictimizar. Es una oportunidad para darles un rol diferente como madres, hijas o trabajadoras y que descubran nuevas personalidades más funcionales”. La revictimización es un concepto recurrente entre los trabajadores de las prisiones de mujeres, sobre cuyas espaldas pesa el estigma de una doble condena, la penal y la familiar.La cuestión es dar nuevas oportunidades, un futuro alejado de las rejas. Yasmina dice que le gustaría ser fotógrafa o trabajar en una farmacia, pero su cara se ilumina con una enorme sonrisa cuando apunta cuál es su sueño más urgente: “Ir con mi familia a celebrar la fiesta del cordero”. Hitos que para quien no tiene ni idea de lo que es una prisión pueden parecer imposibles y frustrantes. Ana, la terapeuta ocupacional del equipo de Sant Joan de Déu, lo considera una buena noticia. “Tener objetivos en la vida es bueno y tener ilusión en un proyecto es sano, porque motiva. Justamente lo que nos tendría que sorprender es que no tengan objetivos”.

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